Crónicas palentinas

 


 
                  DE vez en cuando, casi a modo de terapia y para disipar dudas propias y ajenas, uno debe realizar un acto de afirmación hacia la ciudad que ama y le vio nacer, aunque le cueste hacerlo no por falta de convicción o de tiempo, sino porque -escritor mediocre como ya ha descubierto algún lector- no es capaz de hilvanar seguidas cuatro frases coherentes.
Pero a pesar de todo hay que intentarlo, aún abusando de la paciencia de quienes se acerquen a estas líneas, porque cuando la necesidad se hace perentoria no conviene contenerse.
Por eso quiero hoy hablar de Palencia, esta ciudad a la medida del hombre, como el hijo pródigo que se aleja de su lado pero siempre termina regresando a pisar sus calles familiares, mirar los escaparates de sus comercios, contar de manera inconsciente las columnas abrigadoras de los soportales de la Calle Mayor y saludar a los amigos con los que uno se cruza cuando sale porque -animales de costumbres- casi siempre, casi todos, hacemos el mismo recorrido.
Está bien eso de entrar en un bar, conocer al camarero y que éste, sin preguntarte lo que quieres tomar, te ponga antes de decir nada el café con leche que pensabas pedir; o encontrarte con la cuadrilla de amigos que están haciendo la ruta, meterte en su conversación, cruzar algunas palabras y saberte aceptado, aunque no te quedes porque tienes otras ocupaciones.
Ciertamente se trata de un hecho cotidiano pero no por ello menos agradable, como agradable es cuando uno sale a andar por andar, recorrer ese perímetro que desde los Jardinillos te lleva a la orilla del Carrión, junto a Puentecillas, y aguas abajo hasta el Puente de Hierro, para girar a la izquierda, rebasar el magnífico Ponce de León, allegarte al Parque del Salón para disfrutar del extraordinario jardín botánico que allí se esconde, y en el que casi nunca reparamos, y retomar el periplo Calle Mayor arriba hasta llegar a la meta de Correos, punto convenido de entrada y salida de la ciudad.
No es muy largo el paseo, podemos hacer muchos más, mucho más largos. Podemos salir al extrarradio, recorrer las afueras, transitar la ruta verde que corre paralela al Carrión, o subir al Monte, y cualquiera de estas alternativas será sin duda gratificante, pero muchas te alejarán del corazón de la ciudad que amas, y hoy yo no quiero eso, porque prefiero quedarme arropado entre sus calles, al amparo de jardines y edificios, en compañía de mis convecinos.
La verdad es que uno no sabe decir qué es lo que tiene Palencia para meterse tan adentro en quienes hemos nacido en ella, o en los que viven aquí desde hace muchos años, pero algo grande debe ser para que, a pesar de las cosas que no nos gustan -que las hay al menos en mi opinión y sería necio negarlo- la defendamos apasionadamente cuando alguien nos pregunta por ella, y la critiquemos con la misma pasión cuando algo nos parece criticable, aún a riesgo de exponernos, como a mi me ha sucedido, a la incomprensión, y hasta el insulto gratuito de quienes confunden crítica con odio y no entienden que amar a una ciudad también consiste en insistir en lo que te parece mal, con la esperanza tantas veces frustrada de que se llegue a corregir.
Yo comprendo esas actitudes, aunque ni las justifique, ni las admita ni las comparta, porque sé que a las ciudades, como a los líderes políticos o a los equipos de fútbol, se las quiere visceralmente, y uno no suele preguntarse por qué, pues si alguna vez lo hiciera no sabría responder. Ciertamente el amor es algo irreflexivo, pero eso no justifica la ceguera. La ciudad es para quererla, vivirla, pasearla, hacer propaganda de ella ante cualquier forastero, defenderla cuando se le ataca injustamente, pero también para tratar de corregirla, mejorarla, embellecerla y empujarla hacia el progreso con nuestra modesta contribución, porque eso nos hará sentir mucho más orgullosos del lugar en que vivimos que obcecarnos en que nada cambie ni mejore y despreciar a quienes legítimamente tratan de cambiar y mejorar. La crítica constructiva es la mayor muestra de amor a una ciudad, y lo demás es instinto irreflexivo. Un amigo, cuya dedicación a Palencia es incuestionable si analizamos su trayectoria vital y profesional, se lamentaba no hace muchos días de las heridas de la Calle Mayor. Aplicando en la práctica esa frase que hace años no escucho y se decía cuando uno no sabía dónde ir un domingo -«me voy a contar las columnas»-, él se había molestado en contar los edificios de nuevo corte y pésimo gusto incrustados en nuestra calle principal a modo de cuña desde los años desarrollistas sesenta del pasado siglo y le habían salido al menos veintidós. Todos ellos puestos en pie a costa de derribar otros muchas veces más notables.
Salvaba muy pocos, y acusaba del desaguisado no sólo a la especulación -común por desgracia a todas las ciudades-, sino también al mal gusto de los arquitectos que los perpetraron.
Contaba también cómo Santiago Amón dio una conferencia sobre urbanismo a la que acudieron muchos de esos arquitectos y cuando Amón se puso a criticar con argumentos lo que algunos de ellos estaban haciendo mal, éstos se levantaron y se fueron de la sala en lugar de rebatir los argumentos que el conferenciante esgrimía. Quien calla, otorga.
Pero a mi amigo, esto que me contaba no le impide en modo alguno seguir defendiendo su Palencia ante cualquiera que diga lo contrario, siempre con argumentos y sin actitudes insultantes.
Todo un ejemplo para mi esta persona que no sólo ama como yo a su ciudad, sino que sabe explicar el por qué de un amor que ni le ciega ni le impide distinguir lo mucho bueno -acaso para algunos por conocer- de lo malo conocido.